El Poeta - o crónicas de un pasado lírico-

miércoles, 14 de marzo de 2012

Siempre me había llamado la atención como se sentaba. Con seguridad echaba su espalda hasta el respaldo de la banca, tomaba un cigarrillo con sus huesudos dedos y aspiraba una bocanada de humo que luego expiraba con esa indolente tranquilidad. Vistiendo su impecable terno bien planchado parecía un detective camuflado que investigaba a un hombre de clase alta, imitando esas posturas elegantes y resignadas que decían más de él de lo que uno quería creer.

Era común verlo solo entre la gente como un ente apartado que se dedicaba a observar, tal como yo lo observaba a él. Sus ojos oscuros se enfocaban en los gestos ajenos, estudiándolos con agudeza, como si quisiera sacar de ello los pensamientos que rondaban en sus cabezas. Su mandíbula marcada se tensaba frente a un hecho extraño, de forma instintiva, casi refleja. Y sus manos dejaban caer la colilla al suelo de cemento, sin pisar la puntilla que aún brillaba entre el tabaco seco.

Había algo en su aura misteriosa que me atraía de manera irremediable. No sabía qué era, pero lo quería descubrir. Hasta el día de hoy no sé qué es lo que me hace invocarlo con tanta exactitud, como un fantasma inmemorial que se vuelve más concreto y presente con el paso de los años.

Hablé por primera vez con él un trece de mayo. Lo recuerdo bien porque ese día cumplo años, y desde que tengo uso de razón odio cumplir años. Me lo topé en la librería de la Universidad mientras los dos cogíamos del mismo estante un libro del mismo autor. Al parecer a ambos nos tomó por sorpresa ese gesto.

- Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié-.

Me dijo hojeando el libro que había tomado. Parecía buscar una hoja determinada; conociendo el libro de memoria sabía dónde encontrar cada verso que quería leer.

- ¿Poetas malditos?- le pregunté, dejando el delgado libro en el estante y tomando otra antología poética.

Recién entonces me miró. Sus ojos viajaron rápidamente del título del libro hacia mi rostro.

- Rimbaud, el más maldito-.

Yo sonreí.

Nos quedamos en silencio admirando los versos desparramados en las hojas. Él se veía concentrado en repetir unas palabras que no alcanzaban a salir de su boca, como frases que olvidaban el sonido de las vocales, dispersándose en el aire. Yo no podía evitar admirar sus ojos entornados hacia el papel, escondida tras la tapa del libro que intentaba leer, pero que perdía entre los versos tibios y disparejos. Aquel que siempre me había llamado la atención estaba a mi lado, y aún así se sentía terriblemente distante. No había dejado su aura de misterio al alejarse del patio hacia la librería.

- Y desde entonces, me he bañado en el Poema del Mar, infundido de astros, y casi lechoso, devorando los azures verdes; flotación lívida y arrebatadora, un ahogado pensativo a veces desciende-.

Declamó en un tono amargo. Sus labios apenas fruncidos hacia un lado y con el libro a la altura de su pecho, leyendo y no leyendo a la vez lo escrito en la hoja. Podía percibir como para él esas frases eran más que palabras sueltas sin sentido. Como todo su ser parecía verse reflejado en esas palabras angustiosas y desesperantes, sintiéndose parte de lo expresado por Rimbaud, si no se sentía como el mismo Rimbaud en persona.

No dije nada, sólo me limité a escuchar lo que decía con atención. No sabía de qué poema eran esos versos y él pareció leer la confusión en mis ojos.

- “El barco ebrio”… uno de mis favoritos- me aclaró.

Cerró el libro entre sus manos y lo volvió a dejar en el estante. Me miró por un segundo e hizo un ademán de adiós con la cabeza antes de salir.

Yo compré el libro ese día.

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L.E


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