Despedirse

viernes, 19 de junio de 2009


El adiós se pegaba en mi paladar como un helado podría pegarse en mi lengua. Ese adiós que sabía a llanto, a olvido, a lágrimas saladas que intentaban imitar al mar. Un adiós que no me atrevía a decir para no invocarlo. Para no materializar en palabras el vuelco que daba mi corazón.


Tu mano se apoyó en mi mejilla, áspera y algo torpe. Amaba tus enormes ojos oscuros a la suave luz de la vela de la habitación. La respiración calmada de ambos suplantaba las palabras que se nos atascaban en la garganta.


Adiós... como una gota que desciende lentamente hacia el suelo.


Adiós... como una muerte, agónica muerte que llama a mi cuerpo.


Adiós... alma destrozada, repartida y aniquiliada, pisada como vidrio sobre el asfalto.


Es difícil amoldar a palabras sentimientos que duelen. El dolor, yaga abierta sobre la piel, palpita, muerde y sangra como un animal enfermo. Ese mismo dolor que me abrasa como fuego ardiente mientras tu mano me quema con su roce.


Adiós es el murmullo de mis ojos llorosos, de mi sonrisa perdida, de mi cabello sin vida que acaricia tus hombros y tus brazos desnudos.


Ese Adiós que a cada instante se torna más real, más concreto.


Adiós, sólo Adiós es lo que puedo decirte cuando tu figura ya borrosa camina calle abajo.


Un Adiós imaginario que me despide de tus besos fogosos, de tu sonrisa sincera, de tu lunar que parecía luna sobre tu nariz.


Adiós... como una bala cubierta de odio que me destroza el tórax y me desangra.


Porque hoy moriré de miedo... de ese terrible miedo que significa haberte perdido.

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