Monstruo

domingo, 28 de diciembre de 2008


Me duele el pecho. Después de tanto llorar mis pulmones claman por un respiro. Me ahogo en mis lágrimas, en mis miedos, en la sangre que inunda mi boca. Mis ojos aguados no permiten distinguir tu silueta con claridad, pero sé que estás aquí, por tu respiración entrecortada y la fricción de tus manos en el marco de la ventana.

No te atreves a mirarme, no después de lo que hiciste. Pasaste los límites de la cordura y te atreviste a dar el paso que significaba el fin. Sabías muy bien que tarde o temprano este momento llegaría, y yo, al igual que tú, anhelaba que jamás te excedieras a dar el último golpe. Pero lo hiciste…

Sé que yo te provoqué. Que fueron mis palabras despectivas, mis gestos, mis respuestas impertinentes las que calentaron tu cabeza y te llevaron a utilizar la fuerza bruta en vez de la razón. Mas ello ya no importa, porque cruzaste el linde que te separaba de un monstruo… y ahora sólo el asco hacia tu persona invadirá mi corazón.

¿Estás sollozando?. ¿Acaso es un débil gimoteo lo que escucho provenir de tu rincón?. Me enojo, me exaspero. Tú no tienes derecho a sentirte culpable por lo que has hecho. ¡Tú, más que nadie, tiene prohibido llorar!.

Y no sé porqué tus lágrimas me conmueven. A qué se debe que aquella imperceptible convulsión de tu cuerpo me atraiga a abrazarte y consolarte por tu terrible error. Por suerte tengo orgullo y ello me evita caer en el delirio que significa la tentación de abrazarte y comprenderte. ¡No puedo ser tu paño de lágrimas!, ¡no quiero sentirme rendida ante ti!.

Mis músculos siguen contractados. Mi piel entumecida y mis manos raspadas por la piedra rugosa de las paredes de la habitación. Jamás quise que el odio que nos embargaba llegara tan lejos, pero no pudimos evitarlo, ninguno de los dos tuvo el poder suficiente para negarse a este duelo del que ambos saldríamos perdedores.

No sisees. No cubras tu rostro ahogado por la histeria con aquellas manos frías. No hay razón para avergonzarse de que por fin hayas mostrado tu verdadera identidad. Eres la escoria, bajeza, inmundicia de ser humano incapaz de contener sus instintos asesinos. Y lo sabes, al igual que yo, sabes que desde siempre quisiste herirme… y el lograr tu mayor deseo es lo que te hace sentir infeliz.

¡No llores, te digo!. Para ti no puede existir canalizador tan amargo como el llanto. Aquellas gotas ácidas parecen más turbias que cristalina, que descienden por tu quijada, bañando tu piel curtida y entremezclándose con la incipiente barba que esconde tu mentón.

Y te atreves a dirigirme la mirada, con tus glaciales ojos azules que se tornan rojizos tras el llanterío del que eras actor. Y te ves perturbado, tiritas, te muerdes el labio, e intentas hacer en el tuyo el mismo daño que le hiciste al mío. Te volteas, avanzas un par de pasos hacia mi cuerpo lánguido yaciente en el piso, y te inclinas hacia él. Me estudias. Tus manos recorren mis mejillas, rozan mi boca, desparramas mi sangre por mi cuello hasta la entrada de mis pechos.

Me estremezco, te miro con odio y tú puedes sentir la rabia que siento hacia ti. Te serenas, te hace sentir bien saber que aún albergo alguna reacción hacia tu persona, y es eso, sólo eso, lo que hace que la culpa sea menor en tu interior.

Porque no, todavía no puedes matarme.

No logro entender dónde se pierde tu mirada cuando me escrudiñas con tal intensidad. A qué lugar de mi anatomía se dirigen tus ojos azul cielo, tan encantadores, tan fríos, tan expresivos. Basta con que me mires con ellos para que yo no pueda replicar una dura respuesta. Lo sabes, y te encanta tener ese poder sobre mi autocontrol.

Me tiendes una mano, queriendo recompensarme por el dolor que me hiciste sentir. Estás seguro de que yo no rechazaré tu ayuda, porque no eres de aquellos caballeros andantes que se detienen a brindar una mano, y eso gesto que ahora tienes debería contentarme como si fuera la mejor de las disculpa.
Pero estás loco, yo jamás volveré a tocarte, no después de que atentaras contra mi rostro como lo hiciste. Ahora no eres más que el recuerdo del hombre que alguna vez significó algo para mi vida. Te has vuelto en un fantasma despreciable del cual siento lástima, odio y una mísera pizca nostalgia…

Me observas desconcertado, sin entender porqué me levanto sin ayuda. Intentas encontrar mi mirada bajo la capa de cabello enmarañado que la cubre, pero no logras hacerlo, porque no deseo volver a mirarte, me niego a mirarte otra vez.

Suspiras quedo, cavilando una y otra vez mi comportamiento. Te debo parecer huraña, algo tosca. Quizás crees que me merezco el golpe que me diste, justificando con tal hecho tu atrocidad. Mas en el fondo sabes que jamás me podría haber merecido tal cosa… porque después de ello has roto las fibras sensibles que aún habían en mí.

Tu confusión me lleva a pensar que no tienes idea qué paso dar a continuación. Porque diriges tus ojos hacia el final de la habitación de roca, buscando en sus paredes un indicio que te ayude a tomar una decisión. Y no encuentras nada en esa inspección a la nada, porque ni en las paredes, ni en el techo, ni en las estrellas que cubren el firmamento está la respuesta para tu rabia, tu ira, las torturas mentales que sueles sufrir. La locura que esconde tu alma no está definida por una constante, y a esa irregularidad de tus sensaciones es a lo que le temes más que a nada.

Intentas rozar con tus dedos mi mejilla, pero yo me corro a tiempo para evitar el contacto. Fatalidad, eso es lo que leo en tu iris cuando me decido a mirarte, y sé que otro golpe caerá sobre mí cuando menos me lo espere, y que ese golpe sí será el decisivo para eliminar todos los sentimientos que hago emerger en ti.

Los músculos de tu rostro te tiemblan. La vena de tu frente palpita. Puedo notar como tu mano se encierra en un puño que blanquea tus nudillos por la presión. Y yo sólo me concentro en sentir la brisa tibia que suspira en mis piernas desnudas y se cuela a través de los jirones de mi vestido… extrañaré el viento.

Estrellas tu mano en mi mentón, lo haces añico y me propinas un golpe en el estómago que me obliga a doblarme por el dolor. La bilis sube a mi boca, la sangre evita que pueda respirar con normalidad. Mis huesos me crujen mientras me propinas puntapiés en mi cuerpo caído en el suelo. Estás descontrolado.

Sé que lo disfrutas, no tengo necesidad de ver el éxtasis en tu rostro para entender la gloriosa emoción que significa romper mi cuerpo frágil con tus poderosas manos. Quieres hacerme desaparecer, porque piensas que matando lo único que te hace humano te volverás un ser inmortal.

Estás tan equivocado.

Ya no siento mis piernas. No escucho los golpes. No percibo tu respirar cansado ni mi respiración agitada. La habitación se torna oscura. El eco de las paredes se vuelve silencioso. Y creo que no hay nada que me aferre a esa mezcla de carne, huesos y sangre que ahora parece descansar a mis pies.

No te odio. No me produces tristeza, amor, miedo, ni ningún otro sentimiento. Soy superior a ti, a tu cuerpo, a tu rabia, a tu dolor. Ahora estás solo en un mundo que no te comprende, en una tierra donde no habrá nadie que pueda leer tu interior como lo hago yo.

Me mataste. Te derrumbas en el preciso instante en que te das cuenta que hace minutos que dejé de respirar. Tus manos tiemblan hasta posarse sobre mi rostro deformado. Tocas todo lo que alguna vez fue tuyo, y que ahora no es más que el residuo de un cuerpo humano. Y el remordimiento te tortura.

Me amas. Siempre me amaste. Tu corazón deja de latir ahora que sabes que no podrás admirarme mientras duermo. Te desgarra el pensar que no volverás a verme sonreír, a escuchar mi risa fina, a rozar mi piel cálida…

Porque me destruiste, me hundiste y no hay nada que puedas hacer para cambiar lo ya hecho.
Me aferras a tu pecho esperando que el palpitar de aquella roca que es tu corazón me vuelva a la vida. Tus esperanzas son tan pobres que hasta te impresiona que realmente puedas confiar en que un milagro me haga respirar otra vez.

Pero el intento es inútil, y mi cabeza cae inerte hacia un lado, en donde mis bucles acaramelados acarician tu brazo tatuado. Me mataste a punta de golpes, haciendo yagas en mi pálida piel. Dejaste que la sangre brotara por los orificios de mi nariz, y algo de todo ello no te cuadra. Porque antes tú no eras así, y es sólo en el momento en que te das cuenta que me has perdido es que analizas la situación con tal claridad…. Como si una luz divina iluminara tu cabeza.

Escuchas pasos que se acercan desde el exterior de la alcoba. Sin embargo, aquello no te importa, ahora tu vida de prepotencia dejó de tener importancia para ti. Y son los mismos pasos los que caminan tras de ti cuando se abre la puerta….

Un último grito brota de la nueva víctima de tu desconsuelo.
~ o ~ o ~
Un poco de tragedia....

3 comentarios:

Andrea S. dijo...

el diablo hija y que fue?? me asute fuull

TILDITA dijo...

♫♪♫♪♫ BESOS Y ABRAZOS ! Y QUE EL AÑO QUE EMPIEZA, TE TRAIGA MUCHAS SATISFACCIONES!!!!!♫♪♫♪♫

Horacio dijo...

Me duele el pecho. Después de tanto llorar mis pulmones claman por un respiro. Me ahogo en mis lágrimas, en mis miedos, en la sangre que inunda mi boca. Mis ojos aguados no permiten distinguir tu silueta con claridad, pero sé que estás aquí, por tu respiración entrecortada y la fricción de tus manos en el marco de la ventana.























faltan los mocos