Fobia

domingo, 20 de septiembre de 2009

Le tenía miedo a saltar. Desde pequeña las alturas le habían provocado un miedo enorme, y con el paso de los años ese miedo no había hecho más que acentuarse.


Cuando subía por el ascensor sudaba como si llevara una tonelada a cuestas. Los balcones la obligaban a cerrar los ojos para no llorar. En los aviones debía tomarse una pastilla para dormir, sin importar si el viaje era solo de un par de horas. Porque para ella nada podía ser peor que esa sensación de ahogo que sentía cuando el suelo se veía a tanta distancia de sus pies... como si todo un mundo la separara de la realidad que había abajo.


Cuando tenía quince años su madre decidió enviarla donde un psicólogo. Toda la familia tenía pensado viajar a Walt Disney, y la niña no sería capaz de disfrutar del viaje si no superaba su miedo a las alturas. Asistió a terapia durante seis meses con una especialista en fobias, pero por más horas de conversaciones, pruebas, regaños, llantos, apremios y consejos, simplemente el miedo la superaba. Ese miedo era el mismo que la hacía soñar cada noche que caía y caía en un pozo sin fondo, un lugar oscuro donde no había nadie que la puediera salvar.


Ya adulta ese miedo no hacía más que atormentarla. Su oficina quedaba en el doceavo piso de un lujoso edificio, de ventanas amplias que mostraban las concurridas calles de la capital. A penas llegaba a trabajar- a las nueve de la mañana en punto- rápidamente le decía a su secretaria que cerrara las cortinas para así olvidar que se encontraba tan alto y no pasarse todo el día con hurticaria y ahogos. Cuando su jefe entraba a la oficina siempre le llamaba la atención verla tabajando con una lámpara encedida cuando el sol era radiante en el exterior. "Tan joven y tan rara", pensaba.


Pero la verdad era que ella no era tan rara como todos creían; todo lo contrario. El miedo a las alturas no era más que una máscara a sus miedos interiores. Lo usaba como excusa a su mutismo y, siempre que era necesario, se basaba en él para negarse a hacer aquellas cosas que deseaba, pero que temía.


Era más fácil vivir escondida en ese miedo que le permitía proyectarse como una persona hermética. Y así sujetarse de su debilidad externa para engañar a la debilidad interna. Porque no había nada que le aterrara más que verse descubierta por alguien extraño. No podía concebir idea más catastrófica que la debilidad.


Sin embargo su vida estaba a un punto de cambiar.


Fue un día de Septiembre de aire primaveral. El sol estaba oculto tras las nubes caprichosas, quienes recordaban que el ambiente frío era más que una sutil amenaza. Caminaba a paso lento entre los transeúntes, volcando su atención en los zapatos negros que llevaba puestos y en la mancha de barro que no había alcanzado a limpiar.
- Mierda...- dijo en un susurro.
Y entró por la puerta de vidrio al vestíbulo del edificio.
- Buenas días- la saludó el conserje sin mucho entusiasmo.
- Buenos- le respondió ella sin mirarlo siquiera.
Ahora llegaba el momento del día que más le desagradable. O, mejor dicho, uno de los dos momentos del día que más le desagradaban... (la bajada del ascensor también se le hacía difícil).
Expirando con fuerza apretó el botón del ascensor y, sin pensarlo dos veces (pensar en este caso siempre era mala idea. Su estado físico no estaba apto para subir doce pisos por las escaleras) entró y abrió los ojos.
- ¿A qué piso?- preguntó un joven que estaba de pie junto al tablero. Vestía un terno oscuro y una hermosa corbata roja que le hacía parecer candidato presidencial.
- Al doceavo-.
- Mi número de mala suerte- comentó apretándolo-. No vaya a ser cosa que nos quedemos parados antes de llegar a él.
Y con una carcajada selló la premonición a un alterado destino.
¿No se lo esperaban?...


0 comentarios: